miércoles, 27 de agosto de 2014

EL AUTO QUE NO LLEGO



EL AUTO QUE NO LLEGÓ
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El pasado 18 de agosto llegué a la Ciudad de Panamá, invitado por la Cámara del Libro de ese país, para participar en la X Feria Internacional del Libro que, bajo el lema de El gran imperio de la imaginación, se desarrollaría del 19 al 24 de agosto de 2014. A parte de los escritores mexicanos, país al que se le dedicaba la Feria, era uno de los siete autores extranjeros de otras nacionalidades invitado. Participaría además, en condición de conferencista, en I Congreso de Promoción de Lectura, evento concebido para desarrollarse conjuntamente con la Feria.
Mi avión llegó puntual. Los trámites de inmigración y aduana no fueron para nada demorados. En la puerta de salida, una hermosa panameña, vestida con uno de sus trajes típico, daba la bienvenida y repartía propaganda con programación turística; había también un nutrido grupo de familiares, taxistas, agentes de viajes y personas comunes que, con un letrero en las manos con el nombre del viajero que debían recoger, esperaban. Entre estos últimos debía estar el sujeto que me recibiría y llevaría al hotel. Pero nadie esperaba por mí.
Aguardé un tiempo prudencial por si alguien aparecía buscándome, pero finalmente decidí intentar llamar a las personas que tenían que ver con la organización de la Feria y con la invitación que me había llevado hasta allí, pero los teléfonos no contestaban, pues eran números en sus oficinas, y las anfitrionas estaban fuera. De haberme informado previamente el hotel donde sería mi hospedaje, hubiera podido tomar un taxi y trasladarme hasta él, pero no lo habían hecho, y yo lo desconocía.
Parodiando el título de una película italiana de la década del sesenta, me encontraba Seducido y abandonado, en un sitio fuera de mi país, por lo que no tuve más remedio que recurrir a los amigos. Llamé a Irene Delgado, Presidenta de la Academia Panameña del Libro, quien se ocupó de averiguar dónde llevarme, y fue por mí al aeropuerto. Después fueron las excusas y las disculpas que en una cadena descendente de jerarquía, me fueron ofreciendo, pero el daño ya estaba hecho: sencillamente se olvidaron de mí.
Si comento públicamente este suceso, no es para denunciar una afrenta personal, pues no considero que la causa que lo ocasionara tenga un matiz o trasfondo individual, sino que creo que el verdadero motivo de semejante descuido va más allá del simple sujeto que soy, y tiene que ver con la etiqueta que nos acompaña, a mí y otros tantos colegas, de escritor para niños y jóvenes.
El concepto que se tiene del escritor para niños y jóvenes es la de un creador de segunda categoría; y su producto artístico, de poca monta. Los grandes centros de poder literario consideran que las letras creadas para estos lectores de menor edad, no alcanzan los parámetros estéticos necesarios para pretender pertenecer al gran Parnaso de la literatura.
No olvidemos que durante todas las épocas y condiciones sociales por los que ha transitado la humanidad, mientras los adultos disfrutaban de las actividades de recreo, cualquiera que esta fuera, eran ellos los que permanecían en el mejor sitio de la cueva, compartían en los grandes y fastuosos salones, ocupaban las principales estancias de las casas,  estaban en los más cómodos sitios…; mientras que, en la cocina, el fondo de la edificación, la leñera, o el traspatio, era algún decrepito anciano, un nostálgico esclavo, un humilde siervo o una vieja criada de la familia la encargada de entretener a los niños con las historias y leyendas que conociera o inventara.
La discriminación artística y social de la que somos víctimas los mal llamados escritores para niños no son ideas absurdas o delirios paranoicos de personas sensitivas o con complejos de minusvalía. Como verdades reales y objetivas, los hechos afirman lo que digo.
Y ya que hablamos de ferias de libros, hablemos de ferias de libros.
La experiencia que tengo de las ferias internacionales a las que he asistido en West Palm Beach, en Guadalajara, en Quito, en La Paz, en Santiago de Chile, en Bello Horizonte, en Puerto Bara y en La Habana, es que, a pesar de que el gran público que generalmente asiste a ella son niños y jóvenes, estas no están concebidas para que la literatura infantil tenga el mismo rango de presencia que la literatura para adultos. Rara vez se programa una presentación de libros para niños, y cuando esta se hace, invariablemente se acompaña de payasos, hombres zancudos, tamborileros, actores, titiriteros, músicos o cualquier otro personal que con su quehacer festivo calce (y opaque, digo yo) la esencia y valor intrínseco que tiene un libro, e impida la relación interpersonal del autor con sus lectores. Los periodistas no se interesan por nosotros y los grandes escritores, ocupados en cuestiones más importante, no miran a los lados cuando pasan por los stand de libros infantiles.
De Cuba, rara vez, se envía de manera oficial a un escritor para niños a una feria en el extranjero. A Panamá, y para que no quede duda, repito que fui invitado de manera personal por la Cámara del Libro de ese país. No lo puedo asegurar, pero colegas de diferentes latitudes me han manifestado sus quejas de que a ellos tampoco se les toma en cuenta a la hora de conformar las delegaciones oficiales de sus respectivos países. Los libro de mi país que se muestran (y tratan de vender) en estos recintos feriales, como representantes de la literatura cubana, son, en su gran mayoría, libros de divulgación política e ideológica.
A pesar de que en los círculos especializados, se ubica a la literatura infanto juvenil cubana en la primera línea de vanguardia literaria del continente, los libros de los autores de la isla, con algunas contadas excepciones, rara vez salen de ella; y nuestros autores, a no ser que hayan logrado colocar un título en una editorial extranjera, son totalmente desconocidos del gran público no cubano.
En el stand de Cuba en la Feria Internacional del Libro de Panamá, y cito a esta como ejemplo demostrativo de lo que digo, pues fue el contratiempo de mi llegada a ese país, lo que ha motivado estas reflexiones,  había solamente cuatro títulos de literatura infantil:
-       La Edad de Oro, de José Martí.
-       El cochero azul, de Dora Alonso.
-       Akelé y la jutía, de Miguel Barnet.
-       Había una vez, de Ruth Robés Masses y Herminio Almendros.

En el caso de Miguel Barnet, escritor de reconocimiento internacional, no es, sin embargo representativo de la literatura infanto juvenil cubana. Su nombre no aparece en el Gran Diccionario de Autores Latinoamericanos de Literatura Infantil y Juvenil (SM, Madrid, 2010) donde se recogen noventas autores cubanos, y Akelé… es su único libro dirigido a los niños.
Había una vez, no es tampoco un libro representativo de la literatura cubana, pues contiene una selección de versos de reconocidos autores de diferentes épocas y países y adaptaciones de narraciones clásicas populares. Por demás, Hermino Almendros no es cubano, es un español refugiado en nuestro país por razones políticas después de la Guerra Civil Española; Ruth Robés Masses sí lo es, pero por haberse exiliado por razones política, pero de otra índole, en los años sesenta, su nombre no se incluye en las múltiples ediciones que en Cuba se han realizado de este título, y su labor resulta totalmente desconocida en los ámbitos literarios de la isla.
Fue la condición de escritor para niños la razón para que el auto que debía recogerme, nunca llegara al aeropuerto de Panamá para llevarme hasta el reciento de El gran imperio de la imaginación, a pesar de considerarme un digno y fructífero ciudadano del mundo de la fabulación.

 

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